La tragedia de Santiago

Todas las tragedias son tragedias. Algunas podrían haberse evitado. Pero una vez acaecidas, el horror y el dolor nos dejan paralizados, inermes, sin consuelo. La autoridad tiene la obligación de establecer las causas —todas—, aliviar el dolor de las víctimas, familiares y allegados, y adoptar medidas para que algo así no vuelva a suceder.

Todas las tragedias son tragedias. Algunas podrían haberse evitado. Pero una vez acaecidas, el horror y el dolor nos dejan paralizados, inermes, sin consuelo. La autoridad tiene la obligación de establecer las causas —todas—, aliviar el dolor de las víctimas, familiares y allegados, y adoptar medidas para que algo así no vuelva a suceder.

A todos nos incumbe e interpela este desastre. El conductor podrá tener sus propias responsabilidades. Pero ya lleva a sus espaldas, y en su alma, el enorme pesar de tanta desgracia. Nadie querríamos estar en su lugar. Si a todos nos embarga este duelo insoportable, ¿cuál no será el dolor abrumador y la desesperación desconsolada del desafortunado maquinista?

Los informes técnico y judicial pertinentes habrán de especificar las causas y delimitar las responsabilidades que procedan. Pero no dejemos al hombre solo, el más vulnerable y al que muchos apuntan como portador de su propia responsabilidad. Porque hay más responsabilidades (presuntas) que deben ser valoradas y esclarecidas: la de quienes idearon o permitieron una curva tan peligrosa para un trayecto de velocidad endiablada; la de quienes consistieron tramos de vía tal vez ya obsoletas; la de quienes autorizaron un trayecto sin los necesarios mecanismos de señalización adecuada y/o de control automático, de modo que el propio tren frenase donde debiera con independencia de (o a pesar de) la acción o inacción del maquinista. Y todas esas presuntas deficiencias deben ser corregidas para que no vuelva a suceder una tragedia tan horrible como esta.