Opinión

De Hemingway y del conde de Romanones

Antes de la guerra contra Napoleón, en Zaragoza se conservaban doscientos palacios. Pasada la guerra, de toda aquella memoria, mucha labrada en piedra, solo quedó una veintena. Los ingleses jamás vieron aquella guerra como una lucha por la independencia de España. Para ellos, la "guerra peninsular" fue el escenario donde dirimir sus conflictos con Francia. Proteger el suelo inglés fue siempre su divisa, y eso hicieron.

Antes de la guerra contra Napoleón, en Zaragoza se conservaban doscientos palacios. Pasada la guerra, de toda aquella memoria, mucha labrada en piedra, solo quedó una veintena. Los ingleses jamás vieron aquella guerra como una lucha por la independencia de España. Para ellos, la “guerra peninsular” fue el escenario donde dirimir sus conflictos con Francia. Proteger el suelo inglés fue siempre su divisa, y eso hicieron.

Había entonces dos formas de entender España, dos formas que dividieron a la población en dos frentes. En un lado los “patriotas” y en el otro los “afrancesados”. Goya se identificó con los afrancesados, y lo fue de corazón hasta que los horrores de la guerra lo acercaron al frente contrario, pues el corazón de don Francisco descubrió razones que su razón no podía aceptar. Ahora bien, si apartáramos de nuestra mente la imagen del francés invasor y del inglés oportunista, ¿qué España veríamos entonces? Veríamos, una vez más, el escenario de otra guerra civil.

En Afganistán, los talibanes dinamitaron los gigantescos budas que los siglos y las piedras (sedimento cultural) habían depositado en la memoria de los hombres. Si en España hiciéramos lo mismo, veríamos en ruinas la Alhambra de Granada, la mezquita de Córdoba y también la Aljafería de Zaragoza.

Lo cierto es que parte de la Guerra de la Independencia se dirimió en las calles de Zaragoza y se cebó con la población y con la memoria impresa en la piedra de aquellos hermosos palacios.

Durante la Transición, Álvaro de Laiglesia, buen conocedor de estas Españas, pedía variar nuestras costumbres y no demoler monumentos ni modificar los nombres de las calles, ya porque el país cambiara de régimen, ya porque cambiara el nombre del partido en el gobierno. Bastaría, decía Álvaro de Laiglesia, con seguir los consejos de Ernest Hemingway y del conde de Romanones. A Hemingway no le importaba que otros se ocuparan de los nombres, siempre y cuando a él le dejaran los adjetivos. De igual modo, al conde de Romanones nada le importaba que otros redactaran las leyes si a él le dejaban desarrollar los reglamentos. Dicho de otro modo, si hoy tal calle llevara el nombre de don Fulano de Tal, conocido como don Fulano el virtuoso, mañana, con un gobierno de signo contrario, sería don Fulano el corrupto(r) y más adelante don Fulano el libertino.