Opinión

Tesis doctorales, másteres y otras insólitas chapuzas

He estado escuchando todos estos días, con sorpresa e indignación, que la falsificación de los currículos académicos de algunos de los políticos que están actualmente en el candelero no es un problema grave.

He estado escuchando todos estos días, con sorpresa e indignación, que la falsificación de los currículos académicos de algunos de los políticos que están actualmente en el candelero no es un problema grave.

Hemos oído todos que lo importante son los “otros problemas” que tiene el país como: el secesionismo catalán, la mejora de las pensiones, la disminución del paro, el conseguir una solidaridad europea real con el grave problema de la emigración (ahora llamada curiosamente migración), la lacra de la violencia de género, etc. Y siento decir que discrepo, profunda y radicalmente con esa opinión. La mentira en todos, y más en los gestores de lo público, es un tema de gran calado práctico y ético.

El que una sociedad acepte la farsa y el fraude como algo natural, inevitable y poco relevante, dice mucho y malo de esa sociedad. El que se eche tierra en la investigación de esos dislates académicos es un síntoma más de la anestesia social que padecemos. No dar importancia a la estafa de un currículo es aceptar, lisa y llanamente, que esa práctica no es ni ética ni legalmente inadecuada y, por lo tanto, en cierta manera es legitimarla.

Yo hice mi tesis doctoral en el año 1992 en la Universidad de Valladolid, simultaneándola con mi trabajo entonces como jefe de Servicio de Psiquiatría del Hospital Militar de Burgos. Fueron tiempos duros por un lado y atractivos por otro. Era un reto, humilde, pero un reto que me había propuesto conseguir.

La satisfacción que obtuve cuando pasado el tiempo conseguí mi suficiencia investigadora “cum laude” fue algo muy especial. Me había demostrado a mí mismo que tras más de dos años de investigación, y otro de confección y análisis de los datos, presentaba a la sociedad científica un humilde pero original y digno trabajo, y ella lo aceptaba y valoraba.

Toda esa tarea me sirvió, primero, para aprender a investigar, pero también para aumentar mi paciencia, mi prudencia y, sobre todo, mi humildad. Aunque ya era entonces especialista en Psiquiatría y había ganado tres oposiciones a la función pública, en ese momento volvía a ser un alumno dispuesto a obedecer a mi director-profesor y a seguir dócilmente todas sus pautas e indicaciones. Cuando acabé ese esfuerzo me sentí muy orgulloso de mi trabajo y deseoso de que todos lo leyeran y criticaran. También estaba agradecido a mi director y a mis compañeros de la cátedra de la Universidad de Valladolid por su apoyo y confianza. Ya tenía algo más, para mí muy importante en mi currículo: “La venia docendi”.

El que la llamada clase política falte la verdad y no pase nada es un peligroso y demoledor ejemplo para las nuevas generaciones, a las que se les inocula un veneno altamente tóxico. Generaciones a las que se les dice que con la trampa se consiguen los objetivos y que “el fin sí justifica los medios”. Así se estimula a la picaresca en su peor acepción y se anima a la marrullería y el cambalache sucio.

“Las palabras son enanos, los ejemplos son gigantes”, dice un proverbio chino, muy adecuado para esta reflexión. Los que gobiernan deberían ser, teóricamente al menos, los mejores en casi todo. Lo que no es de recibo es que además de no ser los mejores sean unos filibusteros y malandrines. Eso es intolerable, no olvidemos también lo que dice la conocida frase evangélica: "Quien miente en lo poco, miente en lo mucho".

Que cada uno saque sus propias consecuencias, pero luego no nos rasguemos las vestiduras, si vemos incoherencia, hipocresía, falsedad y trampas. Es lo normal cuando se toleran sin rechistar que se nos engañe burda y llanamente en algo, quizá no muy relevante desde la óptica práctica, pero muy importante desde la perspectiva ética.

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