Opinión

Filosofía obligatoria

Se ha aplaudido de forma generalizada la próxima reimplantación de las enseñanzas de filosofía en los programas de la Enseñanza Media. Mi reacción es moderadamente escéptica y me voy a permitir dar una explicación de carácter personal.

Se ha aplaudido de forma generalizada la próxima reimplantación de las enseñanzas de filosofía en los programas de la Enseñanza Media. Mi reacción es moderadamente escéptica y me voy a permitir dar una explicación de carácter personal.

Soy licenciado en Filosofía y Letras, sección Filosofía Pura, por la Universidad Complutense de Madrid. Va a hacer 50 años que acabé la carrera. Durante la misma, tuve algunos magníficos profesores –entre los cuales debo citar específicamente a Roberto Saumells, José Luis Pinillos y Cándido Cimadevilla– y algunos otros mediocres, por no decir deficientes. Esta es la razón de mi moderado escepticismo, que se basa en una experiencia concreta que nunca he podido olvidar.

Durante el último curso, un profesor ayudante en la asignatura de Metafísica-Ontología nos encargó realizar un trabajo en equipo sobre un texto filosófico de envergadura. El equipo mínimo era de dos personas. Yo lo formé con un compañero de curso, con quien casualmente había compartido también internado en mi infancia vascongada. Al acabar la carrera, él opositó a cátedras de filosofía en Enseñanza Media y yo tomé otro rumbo. Nos hemos visto con frecuencia y en alguna ocasión hemos recordado aquel episodio.
 
El equipo que formamos tuvo que elaborar durante dos meses un estudio analítico del Prólogo a la segunda edición de la ‘Crítica de la razón pura’ de Kant. Algo plagado de dificultades para unos filósofos en ciernes, como nos considerábamos. Hicimos el trabajo con gran esfuerzo, tras numerosas reuniones e interminables debates, hasta conseguir un texto de aproximadamente diez folios que presentamos en público ante nuestros compañeros de curso, entre ellos Fernando Fernández Savater, el más ilustre de nuestros colegas a posteriori.

Cuando terminamos nuestra exposición, el profesor ponderó muy positivamente el trabajo y de manera inmediata nos pidió que citásemos las fuentes; es decir, la bibliografía y las referencias que habíamos utilizado. Le respondimos que aquello era fruto de nuestra reflexión exclusivamente. De forma incomprensible, nos dijo que, en tal caso, carecía de validez. Para mí fue el mayor jarro de agua fría que recibí durante una carrera que estaba terminando. Confieso que la acabé por inercia, para tener un título superior y dedicarme a otra cosa.

Si durante unos estudios específicos de filosofía no se podía filosofar por cuenta propia, aunque fuera con el escaso bagaje acumulado durante los cursos anteriores, sino que habíamos de repetir mecánicamente, a estilo papagayo, las teorías de egregios filósofos consagrados, no merecía la pena seguir por ese camino. De ahí radica mi escepticismo.

La reimplantación obligatoria de la filosofía en las enseñanzas medias, que en principio me parece positiva, solo tendrá efecto si los profesores abandonan la técnica memorística habitualmente utilizada (al menos eso viví) y enseñan a reflexionar a los alumnos, lo cual ellos mismos, los profesores, deben ser capaces de hacer en primer lugar.