Opinión

Nihilismo administrativo

Hay dos palabras mágicas, mérito y capacidad, que determinan en la función pública el acceso profesional a puestos de responsabilidad al margen de la órbita política. Conllevan un sentido de confianza en aquel funcionario que lo ocupa. Inicialmente se trataba de una confianza técnica, basada en los conocimientos y la experiencia, aunque luego derivó hacia una estrategia de favoritismo vinculada a la ideología o a las relaciones personales, a menudo sin justificación profesional suficiente.

Hay dos palabras mágicas, mérito y capacidad, que determinan en la función pública el acceso profesional a puestos de responsabilidad al margen de la órbita política. Conllevan un sentido de confianza en aquel funcionario que lo ocupa. Inicialmente se trataba de una confianza técnica, basada en los conocimientos y la experiencia, aunque luego derivó hacia una estrategia de favoritismo vinculada a la ideología o a las relaciones personales, a menudo sin justificación profesional suficiente.

Las convocatorias de puestos de libre designación en los diferentes organismos de la administración pública, tanto central como autonómica, e incluso a escala provincial y municipal, introdujeron una apostilla a las circunstancias para la selección de los altos puestos, que consistía en que los méritos y la capacidad serían "discrecionalmente valorados".

Lo que inicialmente era una selección limpia comenzó a pervertirse por esa apostilla porque "discrecionalmente" equivale en muchos casos, a "arbitrariamente valorados".

Hay cientos de funcionarios, por no decir miles, víctimas de (o beneficiados por), esta "discrecionalidad" en los diferentes estratos de la administración. Recientemente se ha comentado la circunstancia de la sustitución de un magnífico presidente de una sala del Tribunal Supremo por otra persona que, académica y administrativamente, daba el perfil, pero que desconocía la esencia y los elementos sutiles del puesto. La circunstancia de que el jurista nombrado fuera presuntamente amigo del responsable máximo del organismo judicial, siendo el sustituido, a todas luces, de total idoneidad, no deja de ser uno de los múltiples ejemplos en los que el amiguismo y el nepotismo han prosperado en todos los estamentos de la administración pública donde los puestos de libre designación han dejado de ser, en términos generales, fruto de una selección fiable.

Dichos puestos son ciertamente susceptibles de cese, pero parece lógico que si los criterios para el  nombramiento han sido los méritos y la capacidad, los motivos para el cese sean los deméritos y la incapacidad "objetivamente" considerados, pero no ocurre tal cosa. El motivo fundamental del cese, salvo excepciones, es la aparición de un amigo, familiar, adlátere o colega del nuevo político que, amparándose en la disculpa de que debe "conformar su equipo", defenestra con arbitrariedad a funcionarios del máximo nivel no político, las jefaturas de servicio, fundamentalmente, que no tienen por qué estar adscritos a ninguna ideología sino desarrollar eficazmente su función.

Hace bastantes años, casi un cuarto de siglo, durante el primer gobierno del PP en la DGA presidido por Santiago Lanzuela, la directora general de la Función Pública escribió un atinado artículo en la edición aragonesa del ABC, en el cual señalaba que los ceses arbitrarios de jefes de servicio, provocaban "nihilismo administrativo" entre los altos funcionarios sin adscripción política. La señora Silvia Lacleta, además de su excelente precisión terminológica, tenía toda la razón.