Opinión

Morricone se retira en el Jiloca y en Villastar

La música de Morricone es para oírla buen rato seguido. Fragmentada o no, en pincho por esa red de carreteras tranquilas que pretende auspiciar el Gobierno de Aragón. Como el country o Chris Isaak, es un reposado deleite que no permite disfrutar del paisaje con música de fondo envolvente. Quemando, eso sí, delictivo combustible fósil.

La música de Morricone es para oírla buen rato seguido. Fragmentada o no, en pincho por esa red de carreteras tranquilas que pretende auspiciar el Gobierno de Aragón.

Como el country o Chris Isaak, es un reposado deleite que no permite disfrutar del paisaje con música de fondo envolvente. Quemando, eso sí, delictivo combustible fósil.

Qué sería de determinadas películas sin banda sonora… El cine de Lubitsch o en cualquier película donde salga Cary Grant o Edward G. Robinson no se resentiría mucho… Sin embargo, otras obras están concebidas como arte total, como una amalgama de excelente guión y recreación histórica, pulida  fotografía, cuidado en localización (lo que en Aragón es un activo conocido), sutil combinación de actores noveles y veteranos y envoltorio musical a esa altura. Algo más costoso y complicado. Refinado en muchas ocasiones.

Es el cine donde encajan las músicas encargadas a Morricone, muy luminosas y espaciales. Contrarias a las armonías postmodernas. Hijas de los mejores estribillos operísticos. Da la sensación de que las hubiera hecho también gratis con mucho gusto.

El romano Morricone ha compuesto una música figurativa, semejante a la pintura de Morandi. Modo artesano renacentista al servicio.

Como no se puede negar la influencia del paisaje almeriense a su nítida y vibrante concepción musical, procedemos a viajar a la alta meseta del Jiloca en su compañía, divisando cerros con penachos de montes negros. Esculpidos por la luz de cierzo y altura. Viendo a ambos lados pinos cabeceros y tierras de arcilla oscuras, productoras de sabrosas patatas. Antes de remolacha en su punto de azúcar.

Dos imágenes casarán con la audición de un pincho en que no pueden faltar fragmentos de “La Misión”, “Django Desencadenado” o “Los Intocables de Elliot Ness”. Son los de la chimenea de la Azucarera de Santa Eulalia y la de la rambla de Barrachina de Villastar, donde detener el coche y oírlo a todo trapo. Música envolvente de capas arcillosas multicolores.

Como homenaje a aquella antigua forma de ocio, recuperada a través de iniciativas de cineclubes televisivos, un almuerzo loso antiguos bares de Monreal del Campo o Caminreal a base de longaniza azafranada y patata trufada.

Y una visita a su mítica estación en desuso, escuchando obviamente “Cinema Paradiso” para que nos vuelvan las arrugas que tuvimos de niños, las de las tardes de única merienda con pan con vino de garnacha y azúcar.

Salve Ennio. Desde este rincón de la Tarraconensis, futuro reino, por ti romanizado.